Era un sábado de Octubre,
creo que el primero del mes. La noche se presentaba tranquila, mientras las
palomas de aquella bonita plaza plegaban sus alas para tener un dulce encuentro
con Morfeo.
Sí, era la Plaza de San Lorenzo; señorial, legendaria y con el encanto que adquiere por servir de morada al
Señor de Sevilla, a Jesús del Gran Poder. Pude llegar hasta allí con los ojos
cerrados, tan sólo había que guiarse por el corazón que conforman las Catorce
Estaciones del camino que nos conduce a su Cruz. Unas cuantas farolas
coloreaban de forma tenue aquel lugar, iluminando la estatua del escultor Juan
de Mesa, quien con una sagrada gubia convirtió la madera en Cuerpo de Cristo. Levanté
la mirada, y aprecié que la puerta de la Basílica estaba abierta, así que, sin pensarlo
dos veces me dirigí hacia el Templo. Crucé la entrada y tras ella el atrio,
llegando hasta el Altar. Allí estabas Tú, Gran Poder de Dios, con esa Cruz
sobre el hombro en la que soportas todas nuestras cargas. A tu derecha tu
Madre, María Santísima del Mayor Dolor y Traspaso, y al otro lado Juan, quien
nunca la dejó sola. Te miré, sonreí, y me puse tras de Ti para besarte el talón
y santiguarme. Allí me quedé, me parecía que estábamos los dos solos y quise
disfrutar de ese momento, de ese encuentro que me llenaba de silencio e
intimidad. De repente, noté unos suaves golpecitos en el hombro, me giré, y
observé cómo el gesto amable de una señora me presentaba la larga fila de fieles que
esperaban para estar contigo. Bajé las escaleras, avancé por un pasillo y
continué mi paseo por la Basílica. Pude
contemplar el bonito azulejo de esa Macarena guapa que pisa tus huellas cada
año en la madrugada del Viernes Santo, tu antigua Cruz procesional, también
presté atención a la imagen del Cardenal Marcelo Spínola, el abogado de los
pobres, quien tanto hizo por Sevilla y sus Hermandades, pero… no podía
olvidarme de Ti. Me acerqué de nuevo para hablarte, para darte gracias y para
pedirte que, pasados seis meses, me permitieses volver a verte.
La primavera se hizo
esperar, pero finalmente los pájaros volvieron a interpretar sus cantos
angelicales postrados sobre los árboles. Floreció el azahar, amanecieron naranjos y aquel Miércoles se deslizó suavemente la ceniza del olivo sobre nuestras cabezas. Pasaron cuarenta días y cuarenta
noches, hasta que como por arte de magia, la Semana Santa se posó sobre nosotros. De nuevo, volvía a la
Plaza de San Lorenzo, de nuevo volvía a verte, y aunque el
día amanecía teñido de gris, Tú, Jesús del Gran Poder, le regalabas el sol que
necesitaba. Habías bajado de tu Altar, habías dejado la pesada Cruz entregándonos
tus manos para que pudiéramos besarlas. Hombres, mujeres, niños y ancianos, se
postraban ante Ti en largas filas como si de una representación de “Las Tres
Edades del Hombre” se tratara. Conforme me acercaba a Ti, un cosquilleo en el
estómago iba in crescendo al compás de tu dulce mirada, hasta que por fin, pude
entregarte el beso que tanto deseaba, el que tenía reservado para Ti.