Si hay un momento realmente
emocionante de la Pasión, ese es cuando Jesús, dirigiéndose al
Calvario con la Cruz
a cuestas, y apenas levantándose de su primera caída, se encuentra con su Madre.
Es un instante que hemos presenciado todos en muchas ocasiones a través del cine
mientras un nudo se apodera dulcemente de nuestras gargantas, mientras pensamos
con cariño en nuestras madres y en el amor que nos han entregado, mientras
retrocediendo dos mil años en el tiempo, somos nosotros quienes cogemos la Cruz para encontrarnos con
ellas.
En Sevilla, son varias las
Cofradías en las que la Imagen
de Jesús se representa portando la
Cruz sobre el hombro. Pero hoy, vamos a detenernos en una en
particular, la de Jesús de la
Pasión, la que habita en la Real Colegiata del Divino
Salvador. Su nombre completo es el de Archicofradía del Santísimo Sacramento y Pontificia
y Real de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de la Pasión y Nuestra Madre y
Señora de la Merced, una Hermandad mercedaria
que procesiona en la tarde-noche del Jueves Santo y cuyos orígenes datan del
siglo XVI. Como curiosidad, añadir que Doña María de las Mercedes de Borbón y
Orleans, Condesa de Barcelona, donó su vestido de novia para confeccionar la
saya con la que visten en la actualidad a la Virgen de la Merced para su Procesión. Pero si hay algo que
destacar en esta Hermandad, son los Cultos que realiza, la buena esencia que
conserva y la gran devoción que sus cofrades profesan a su Cristo y a su
Virgen, Nuestro Padre Jesús de la
Pasión y Nuestra Madre y Señora de la Merced.
Caminabas rumbo a un monte
con tus pies descalzos, una Cruz sobre tu hombro y el rostro desencajado. Tu
corazón latía seguro en aquella estrecha calle, la calle de la amargura, la que
te conducía al lugar donde se cumplirían las Sagradas Escrituras. Con tus manos
temblorosas pero firmes, soportabas aquel pesado madero, mientras el gentío
alborotaba a tu alrededor con cierto nerviosismo. A lo lejos, una dulce mirada se postró ante ti. Era una
mujer, la más hermosa que el Reino de los Cielos pudo crear, la que hacía
treinta y tres años te había dado a luz en aquel pesebre un veinticuatro de
Diciembre. Sobre su mano derecha florecía un pañuelo, un pañuelo bordado en las
lágrimas doradas que corrían por sus mejillas; lo acariciaba suavemente con sus
dedos, de la misma forma que lo hacía en tu cabello cuando te peinaba de niño. En
su pecho, un puñal se clavaba por amor, el puñal de tu Pasión, el que con dolor
intenso y fuerte soportó su corazón en tu Prendimiento y Muerte, hasta tu
Resurrección.
Era Jueves Santo, la Plaza del Salvador amanecía
alborotada esperando que las puertas de aquel Templo se abrieran para verte. La
mañana se presentaba alegre y soleada mientras el cielo sonreía al ver
corretear a los niños entre los soportales. Parecía que todo estaba asegurado;
Tú, Jesús de la Pasión,
ibas a pasear por Sevilla para contarnos a todos tu Evangelio, para redimirnos
y para enseñarnos que, en ocasiones, tenemos que aprender a llevar una pesada
Cruz por los demás. Pero, de repente, algo hizo que en tan sólo un instante el
día cambiase su rumbo, cuando unas cuantas nubes venidas de quién sabe dónde se
arremolinaron sobre la plaza. El amarillo albero del sol, se transformó en un
gris marengo entristecido que hizo que los Angelitos del Cielo comenzasen a
llorar provocando una lluvia intensa sobre la ciudad. Mientras nos refugiábamos
de aquel inesperado chaparrón, un anciano a nuestro lado escuchaba una emisora
de radio local. El volumen de su transistor, nos permitía apreciar a la
perfección lo que salía por aquella “cajita parlanchina”, hasta que finalmente,
apareció la frase tan temida por todos… “la Hermandad de Pasión no
sale”… una frase odiada por los cofrades, capillitas y los amantes de la Semana Santa. No lo pensamos
dos veces, no dudamos, y sin mediar palabra nos dirigimos a tu Casa para verte.
Con gusto esperamos la larga fila de fieles que deseaban acompañarte en ese
momento, hasta que nos adentramos en la Iglesia y… allí estabas, con Juan y tu Madre bajo
el techo del Divino Salvador. Allí compartimos unos momentos que nos llenaron el corazón de tu amor, cariño
y comprensión; allí vivimos la Fe
aprendiéndolo todo bajo tu humilde mirada, y allí nos despedimos de ti,
esperando volver a verte y diciéndote un “hasta el año que viene, si Tú así lo
quieres”.
Pasaron los meses y volvimos a verte. Ya no era Semana Santa, ya no estabas subido sobre tu Paso, ya no se veían costaleros, ni nazarenos, ni músicos, ni señoras con teja y mantilla, ni niños correteando por la plaza,… pero ahí permanecías esperándonos, humilde y paciente, para abrirnos las puertas de tu Reino.