Eran aproximadamente las doce de la noche de aquella madrugada de Viernes Santo. La puerta de tu Basílica, estaba a rebosar de gente que se agolpaba para consolarte. Mientras, sentenciaban a tu Hijo. Desde el instante en que te vi aparecer, comencé a hablarte, a pedirte… a darte gracias por permitirme que estuviera ahí. Poco a poco y con elegancia te ibas acercando. Pude observar cómo al mismo tiempo en que tus lágrimas acariciaban las paredes de aquel arco, sonreías mostrando tranquilidad. En ese preciso momento, te paraste delante de mí. Yo me quedé mirándote fijamente, hasta que de nuevo reanudaste tu camino. Cerré los ojos, y grabé para siempre tu imagen en mi corazón.
Luz de Gracia,
Luz Divina,
Reina en San Gil de por vida;
eres tú mi Macarena
la flor que nació aquel día
tras el arco de tu barrio
cuando ya de amanecida
el sol te miró a los ojos
y acarició tus mejillas,
te devolvió hasta tu Altar
y te dijo Madre mía
¡quédate aquí con tu gente
p’a bendecir a Sevilla!