Existen ciertos elementos
arquitectónicos, que siempre me han llamado la atención durante la Semana Santa por el
agradable ambiente que generan; se trata de los balcones. Engalanados con sus
damascos, nos ofrecen una visión diferente al presenciar la Pasión de Cristo. Algunos,
con la inscripción JHS bordada en sus colgaduras vestidas de grana y oro, nos
recuerdan que aquel joven que pasea por la calle mecido por sus costaleros es
Jesús Hombre Salvador. Otros, completamente desnudos, permiten a los más
pequeños contemplar la belleza de las procesiones asidos con sus manos a unos
barrotes de los que son casi cautivos, mientras la brisa del atardecer acaricia
los flecos de aquella palma que sus padres colgaron el Domingo de Ramos.
Al contemplarlos desde
abajo, se aprecian distintos escenarios donde los actores interpretan muy diferentes
papeles. A mitad de la calle Placentines, tras una recia persiana que cubre por
completo la reja de aquel balcón, se asoma una anciana. Sentada en su silla de
anea, con los ojos humedecidos, recuerda con cariño cuando su Paco vestía la
túnica de nazareno allá por los años sesenta para acompañar al Cristo de los
Estudiantes la tarde del Martes Santo. Unos días más tarde, en la Plaza del Salvador, la
familia Ridruejo se reúne con los Alonso, algo que viene siendo habitual cada
Jueves Santo para ver a Jesús de la Pasión. Lucía y Juan, hijos adolescentes de estas
sagas de cofrades, han estrenado sus mejores galas para la ocasión. Ella, risueña
y coqueta, se ha calzado sus primeros tacones, los cuáles luce con cierto
dolor; él, guapetón y con buen porte, la
mira de reojo con aire de futuro conquistador mientras se ajusta la corbata que
su padre le anudó unas horas antes.
Pasa la vida y siguen allí,
año tras año, para contemplar el Evangelio según Sevilla; son balcones de
miradas, balcones de rezos, balcones de saetas, lágrimas, promesas,
sentimientos…, son balcones de Pasión.