LA BASÍLICA DE LA MACARENA. Pepe Lasala.

Fue un mes de Marzo de hace ya algunos años. La Primavera se encontraba en pleno estado de gestación para dar a luz el fruto de sus naranjos, mientras algunos pajarillos procedentes de otras tierras comenzaban a fijar en Sevilla su residencia estival.

Tras cruzar aquella avenida, llegué a tu Basílica, y como siempre suelo hacer, paseé por los aledaños para disfrutar de las maravillas que la rodean y del ambiente tan especial que define a tu Templo… no sólo por dentro, sino también por fuera. Todo permanecía idéntico, nada había cambiado, sin embargo, parecía diferente… el azulejo, el busto del insigne cofrade y bordador Juan Manuel Rodríguez Ojeda, la verja que hace de antesala a tu atrio, y ese Arco en color albero y plata que, con tanto salero, te lanza un piropo en cada amanecida para decirte que eres la Estrella de la Mañana.



Con un nudo en la garganta y la emoción a flor de piel al saber que me esperabas, crucé la puerta. Ahí estabas tú, Macarena, repartiendo la Esperanza que tu nombre lleva y que transmite tu mirada. Me senté en un banco al final del todo, pues desde esa perspectiva podía contemplarte mejor. Tras charlar un buen rato contigo, me levanté, y con tu permiso, dí una vuelta por la Iglesia mientras prestaba atención al Altar y al resto de capillas laterales. Era como llenarme de ti; quería disfrutar de ese momento; quería estar, aunque fuera unos minutos, contigo en tu propia Casa, la Casa de Dios, donde también mora tu Hijo Jesús de la Sentencia. Me marchaba con el corazón lleno, pero necesitaba llevarme un recuerdo tuyo, así que me acerqué a la tiendecita que hay al lado, compré un frasco pequeño, y volví a entrar en tu Basílica para llenarlo con agua bendita. ¿Sabes?, lo tengo desde entonces en mi mesita de noche, y allí guardo tu aroma, tu fragancia, tu esencia…, allí guardo parte de ti.